Veinticuatro de diciembre en la tarde. Un hombre transita presuroso una vereda solitaria, y entre sus manos lleva un hermoso ramo de flores. Rosas: rojas, blancas y rosadas. Rosa, como el nombre de ella. De la mujer que lo trajo al mundo. Una cuadra más adelante se detuvo ante un inmenso portón. De imprevisto una voz quebró el silencio de la estancia, cortándole la marcha.
— ¿a dónde vas?
— ¡a llevarle su niño Jesús!...
El hombre se llevó las flores al rostro, exhalando su fragancia, y continúo su recorrido, entrecruzándose con decenas de tumbas y cruces blancas. A lo lejos se escucharon seis campanadas, y cerca, muy cerca el crujir de unas añejas bisagras. El portón entreabierto aun, dejaba entrever las manos huesudas del celador del cementerio.
SUCEDIO UNA NOCHE BOHEMIA Y LOCA
Ambos en el éxtasis de la lujuria, juguetearon hasta que el la asió por la cintura, la beso ardientemente y la recostó sobre el capó del deportivo. La prenda íntima rodo hasta caer al suelo, ella gimió de placer, sacando la lengua y abriendo sus largas piernas hasta más no poder. La tensión sexual estaba al máximo y el empujó a penetrarla. ¡De pronto! Una imagen blanquecina cruzó fugazmente entre los árboles que daban al arroyo. « ¡Mierda!—se le escucho decir— ¿Qué joda es esa? » Estupefacto por la aparición, se subió los pantalones y buscó el arma de reglamento debajo de su asiento. Mientras la chica confusa y aturdida entraba al vehículo, él salió a indagar entre la oscuridad que ceñía la arboleda.
La música ahogada entre las cuatro puertas, dejaba afuera un ambiente tenso para el hombre, solo se oía el canto de los grillos, el discurrir del río, y sus pisadas silenciosas sobre las hojas crujientes. Con el fulgor de la luna avistó un resplandor hacia su derecha, era ella, el espectro de aquella mujer de vestido blanco y pelo desgreñado sobre el rostro. De mirada diabólica y rostro pálido. El sobresalto lo paralizó, quiso pronunciar una plegaria, accionar el arma; pero no pudo. Estaba atrapado por la mirada fulgurante de aquella imagen fantasmal. Ahora sus ojos casi saliendo de sus cuencas, percibieron el fogonazo mortal que salió del arma; y en el último hálito de vida aquel brazalete de oro que brilló con el reflejo de la luna, cuando su esposa jaló el gatillo.
CON LAS ALAS CAIDAS
Ayer lo vi. Lo vi cuando cruzó frente a mi casa. Se veía muy viejo, cansado, y taciturno; pero aún guardaba la algarabía de sus años mozos; aún tenía aquella pícara sonrisa que mostraba el relucir de su diente de oro.
La noticia se desperdigo en el pueblo como manada de báquiros salvajes, y todo porque su familia no lo quería ver, ni recibir. A los días su primogénita tuvo que venir de la ciudad a poner orden.
— ¿Qué es eso?... ¿somos una familia?... ¿Qué va a decir la gente?... al menos consíganle ropa, y denle de comer…
Durante esa semana se convirtió en la noticia del día, y donde veía a alguien se detenía a hablar por horas. Se notaba que aún conservaba la labia que le había deparado tantos éxitos en su juventud.
─ ¿Porque después de tantos años? ─Le preguntaba la gente.
El no respondía; enmudecía buscando palabras que había desterrado de su memoria, luego cerraba la boca, y cabizbajo continuaba su camino.
Desde la ventana lo note pasar, como pasan los andariegos; a pasos lentos y de mirada perdida. Y me pregunté:
─ ¿Quién hace al hombre?...será el destino, o los malabares de la suerte.
Hoy lo vi. La calle estaba sola, y lo vi encorvar sus huesos como cuando se lleva una carga pesada. No mostraba la pícara sonrisa, y los hombros caídos daban señal de cansancio. Su rostro sin horizonte, y el semblante triste, auguraban los lúgubres días por venir.
— ¡Habemus papam!
Ese día Petrus Romanus ascendió al poder de la iglesia católica. Pero no muy lejos de allí, un hombre común después de batallar toda su existencia entre las tribulaciones y banalidades del mundo, al fin murió, solo; como siempre estuvo, pero aferrado a su fe en Dios.
Ese mismo día el cielo se ilumino con su espíritu, y Dios se regodeo con el alma de los hombres de buena voluntad….y allá abajo, en la tierra, en una plaza de Madrid, el Ángel caído miraba hacia arriba con envidia, y resentimiento. Y más abajo la gente incrédula se reía del fin del mundo y de las profecías, sin saber que debajo de sus pies se desvanecían los viejos arquetipos de un imperio religioso.
Sus ojos se entrecruzaron en medio del paso azaroso de la muchedumbre, sus miradas brillaron y sus labios dibujaron una amplia sonrisa. Ambos quedaron prendidos en el destello del mágico momento. Luego ella asió a su hermanito de la mano, y él se aferró al brazo de su madre. Cuatro pasos más adelante el niño giro nuevamente la cabeza, he hizo un ademan de caballero a la pequeña. Ella le sonrió, nuevamente, mientras la imagen infantil se perdía entre el tumulto de gente que abarrotaban la avenida.
Al caer la noche, la niña apretujo a su hermanito contra su pecho, y compartieron una galleta que extrajo de su bolsillo. Estaban solos, en la calle, pero ahora sentían la esperanza de un mundo mejor.