Las campanas del reloj, del viejo pueblo, comenzaban a golpear intensamente el silencio de la noche, cuando Efraím Andrés cruzó nuevamente la esquina de la calle el sol. Hacía dos cuadras y mucho rato, que el camino hacia la casa se le hacía más largo, y oscuro. El cansancio fatigaba su corazón, una sensación de pesadez le amaraba los pies y le embotaba los sentidos. En su mente solo podía percibir que la noche estaba más oscura y tenebrosa, que cuando salió de casa de su hermano dando un portazo y lanzando improperios como respuestas a las maldiciones que este le profesara, y además le perjurara aquel arrepentimiento que tendría. Y todo aquello por no ponerse de acuerdo; por no lograr un consenso por aquellas posesiones. A cada movimiento de sus pies sentía que su alma confusa y llena de temores se perdía en la oscuridad, sin encontrar el camino que lo guiara a casa. Un espasmo le atravesó el cuerpo, y de su boca, y haciendo un esfuerzo para abrirla, solo atino a murmurar: «Ave María Purísima».
Muy cerca de allí un gato pardo maulló sobre el tejado de una casa de adobes, y un viejo perro callejero, mal oliente y huesudo, echado sobre la acera cercana, levantó la cabeza en respuesta y aulló lastimosamente crispándole los nervios. El aullido penoso y solitario, se perdió en la penumbra, y el silencio retomo, al instante, las callejuelas frías alumbradas incipientemente por la luna menguante, y uno que otro bombillo eléctrico del alumbrado de las calles. La incertidumbre y el miedo se dibujaron en su rostro y en contracara las facciones del temor aparecieron electrizándolo con un fluido frío y pegajoso que forraba su piel con cuero de gallina, y trayendo consigo presencias tenebrosas, voces oscuras y lascivas que le murmuraban cosas. Ante la inseguridad de seguir o no seguir, detuvo sus pasos a escasos metros de la esquina. La negrura de un cielo sin estrellas y las calles desiertas lo encerraron en el mutismo y los ruidos se amontonaron en su cabeza. Seguidamente dio varios pasos y al embocar en la esquina, sintió el parpadeo de la bombilla eléctrica como queriéndose apagar, y luego aquel quejido espantoso que le desorbito los ojos y lo paralizo completamente por segundos en el centro de la bocacalle.
De la nada la vio salir, de entre, las sombras danzantes que reflejaban los camburales sobre la orilla de la acera, era como si lo estuviera esperando. Sobre sus pies una bruma espesa, fría, condensaban el rocío de la noche, mientras ella se desplazaba hacia él. Quiso santificase con la señal de cruz, pero el frío le engarrotó los dedos y las brumas lo arroparon con el espectro del ánima sola, que lo invitaba a sus brazos discurriendo sus vestidos de tela suave y trasparentes, un velillo que volanteaba con la brisa, mostrandole su sinuoso cuerpo, blanco como la leche y traslucido en momentos. Escuchó cuando el perro callejero cruzó tras su espalda, con aullidos deplorables, y la imagen espectral se discurrió entre la sombra de sus pies. La desaparición repentina lo sobresaltó, y una punzada se le anidó en el corazón, pero como pudo dio pasos rastreros buscando salir de aquella encrucijada, envuelta entre nieblas que le perseguían. Con el cuerpo doblado, las manos en el pecho y la respiración acortada. Respirando dificultosamente. Impávido. Sintió que algo extraño comenzó a subir por sus piernas y un escalofrió ató su cuerpo febril a la bocacalle. «Ave María Purísima», dijo reafirmando su fe, y su voz quejumbrosa disgregó las brumas siniestras. Inmediatamente tanteo su pecho y sintió la imagen plegada a su piel sudorosa y de inmediato agarró con sus dedos en crispados , el escapulario de la virgen María y con la otra mano, temblorosa, se persigno pronunciando nuevamente el nombre de la Virgen María, mientras sus rodillas caían en tierra. Luego respiró a profundidad y seguidamente todo volvió a quedar en silencio.
El breve silencio fue roto cuando el espanto abandonó sus extremidades, y un quejido acompañó los harapos que desaparecieron a la distancia, percibiéndose solamente su pelo negro, brilloso y abundante, y detrás de aquella hermosa cabellera fantasmal iban aquellas voces extrañas que lo atormentaron. Al fin, momentos mas tarde, logro golpear la puerta de su casa, y balbucear el nombre de su mujer, para luego caer avizorado largo a largo sobre la acera. Mientras tanto, en el otro extremo del pueblo, en casa de su hermano, una extraña figura se agitaba al vaivén de las llamas de las velas, recibía como pago las luces de nueve velas, mientras escuchaba la voz que le rezaba: «ojos tiene a mí que no me vea, boca tiene que no me hable, tráemelo, mortifícalo, no lo dejes en paz…». Las últimas palabras se apocaron con la última campanada de la hora anunciada, señalando el filo de la media noche.