Los niños y los viejos, son el alfa y el omega de la humanidad.
El hombre caminaba lentamente por la calle. Su envergadura se acercaba al metro y cincuenta y dos centímetros. Su contextura era robusta, y sus manos eran pequeñas y regordetes. Siempre usaba un sombrerito pequeño, de alas maltrechas; de tanto sobarlo y apretujarlo. Se notaba desvalido. Su semblante amargo guardaba algo que siempre le había molestado.
—Esos desgraciados— murmuro entre dientes
En silencio caminó hasta su casa. Allí, en medio de la sala estaba su hermana Helena, conversando animosamente con una sobrina, de las menores, cuando su presencia interrumpió el dialogo. Vio a su hermana y sus ojos brillaron, era su consuelo; como una mamá para él. Desde que ella murió, había tomado esa cruz de cuidarlo y protegerlo de los desmanes de los otros. En su hora menguada le juro que siempre estaría pendiente de él.
Helena le saludo con un gesto y de su alma afloraron aquellas emociones, incontrolables para él, que se reflejaban en una sonrisita incomoda, y que de ñapa la acompañaba con una frase enquistada en el subconsciente; pensamiento que se disparaba automáticamente cuando estaba contento, alegre; presto a saludar. Cruzó el corredor y al pasar cerca de las mujeres, se quitó el sombrerito como de costumbre, y mirando el cielo claro y nítido de los meses de verano, dijo:
— ¡Caray……. parece que va a llover!
— ¡Por Jesús Bendito! ……Modesto, como va a llover con este rayo de sol y el cielo despejado. ¡Siempre con esa lavativa! por eso es que te echan broma la gente ¡endurezca ese carácter, hombre!
Esta vez le salió un poco más fuerte, él sabía que se lo decía por su bien, pero esta esta vez sus palabras le tocaron algo que el no supo describir. Ocultó su pesar y le sonrió ligeramente. Taciturno entro al cuartico, sus aposentos. Caminaba de aquí para allá, buscando algo. Mientras, por momentos, endurecía su semblante. Un pensamiento cruzo su mente y lo hizo suyo de inmediato. Tomó un puñal, viejo y oxidado, cuya funda de semi cuero estaba cubierta de polvo acumulado por el tiempo sin uso. Con premura lo encajó entre pantalón y cintura, ocultándolo con la camisa. Luego tomó un dinero que guardaba en una vieja totuma, y salió risueño, aquella sonrisita que empalagaba en demasía su carácter y que a muchos molestaba; y él no había podido quitársela. No por falta de voluntad, sino porque hay cosas que se nacen con ella y con ella se muere. No se pueden arrancar, porque es como la hierba mala, perseveran como si fuera una maldición de por vida.
Cruzó la sala y como de costumbre, su mirada busco las verdes montañas y dijo:
— ¡Caray…..parece que va llover!
La hermana lo miro de reojo, y le murmuro a la muchacha.
—No tiene remedio ya la hizo una maña.
Ambas sonrieron, mientras Macarito, como le llamaban en la calle, caminó buscando el portón de la casa. Dos horas más tarde lo traían en vilo, cargado en brazos, como si fuera un niñito. La sangre le manchaba la camisa color caqui y un hilillo del líquido rojo, le nacía de la cien, corriéndole por la nuca y bifurcándosele entre la espalda y el pecho. La hermana salió temblorosa y en llanto viendo con estupor el cuerpo de su hermano, golpeado y maltrecho.
— ¿Qué paso, que le sucedió?
— ¡Caramba!...Doña Helena, que Macarito se puso a tomar aguardiente, se emborracho y esta vez no aguanto las bromas de los demás y saco un puñal, lanzándole puñaladas traperas a Melquiades, este se las quito y en uno de los saques lo empujo con la mala suerte de dar con la cabeza en un filo de piedra.
—Ha mundo —dijo— como me malograron al pobre muchacho.
Se echaba la culpa por haberlo sermoneado tan duro, horas antes. Ahora ya no había para que lamentarse. En un camastro transportaron su cuerpo hasta el dispensario. Allí durante dos días la agonía consumía su existencia, debatía su alma en un dilema de querer morir, sin poder morirse. Una pena que le amarraba el espíritu al mundo, escondía en sus adentros. La tarde lo agarró agonizante y delirante con una fiebre que abrazaba su cuerpo.
− ¡Helena!... ¡Helena!… ¡Helena!
La llamaba con angustia y tristeza, con voz quejumbrosa por ratos, fuerte y altanera en otros.
_ ¡Helena!
− ¿Qué paso mijo, aquí estoy?…usted se va alentar.
Le dijo dándole ánimo, consolándolo con el cariño de la hermana, que también es madre.
−No Helena, yo me voy a morir, le dijo llorándole tristemente
−No diga eso que usted no se va a morir….
De pronto, las líneas de su rostro se endurecieron ligeramente y con palabras resentidas y mirándole a los ojos le aclaró:
−Helena yo no soy ¡marico!,… oyó
−Si Modesto yo sé que usted es un hombre...no le haga caso a la gente.
−Quiero que le diga a ellos que yo no soy ¡marico!, que yo soy un ¡hombre!….dígales que Modesto no es ningún Macarito, que es un ¡hombre!
−Está bien modesto yo se los digo… ¡pa que lo respeten!
−Dígaselo….dígaselo
Con el último aliento termino aquella rogativa en susurros, y con la mano izquierda le toco el rostro, por última vez, a quien lo había criado como un hijo. Luego cerró los ojos y se fue, esbozando aquella sonrisita que nunca le había gustado, y que tampoco supo porque carajo le había tocado a él. La hermana salió del cuarto con las manos en la cabeza. Sus lamentos acercaron a un grupo de pueblerinos que se habían apersonado al conocer la noticia de la pelea.
— ¿Qué paso? Le preguntó Melquiades.
La mujer se detuvo, mirándolos con rabia, y con palabras entrecortadas por el sollozo casi le gritó.
— ¡Se murió Modesto y les dejo dicho que él no era un ¡marico!...¡él era un hombre!
—¡Ta bien! —respondió con pesadumbre el hombre.
Los otros la miraron apenados, bajando la cabeza, aceptando sus últimas palabras. A lo lejos la vieron cruzar la calle, clamando sus lamentos.