aquella mujer blanca de pelo negro by Florencio josé malpica hidalgo is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional
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I
Corría el año 1979, eran aquellos tiempos donde los muchachos una vez cumplidas las tareas escolares, buscábamos la manera de hacernos de algunas monedas para comprar dulces y chucherías, y compartirlos con las muchachas a la hora del recreo. Casi siempre nos reuníamos en la esquina del almendrón, a contar los medios, lochas, y centavos, obtenidos de la jornada temporal que realizábamos en las tardes y el fin de semana, la cual consistía en limpiar jardines, recoger botellas de aguardiente vacías para envasar la manteca, hacer los mandados, vender la dupleta, entre otros.
Pero había dos ocasiones, en el año, donde casi todos los muchachos del pueblo nos abocábamos al trabajo. Una, era la recolección de semillas de samán en las haciendas, caminos y orillas de ríos, en los meses de febrero y marzo, la cual se vendía a locha (y los más afortunados a medio) el kilo, la cual era utilizada como alimento para el ganado y los caballos; y la otra, era el primero de Noviembre preludio al día de los difuntos o día de los muertos.
Ese primero de noviembre, del año en cuestión. La puesta de sol marcaba las cinco y media de la tarde, lo cual señalaba el regreso a sus hogares de los visitantes foráneos. Algunos esperaban el último carrito de pasajeros sentados en los bancos de la plaza, otros se entretenían visitando a familiares y vecinos cercanos; y los más parranderos en la cantina del musiu Don Antonio, y en asuntos de amoríos.
Ese día la oscuridad sorprendió a mi amigo Pablo Jesús, en casa de su novia María, jugando a las cartas. Después de la faena de trabajo lo pase buscando como a las tres para llevarlo en la bicicleta hasta la parada, pero el noviazgo reciente lo ataba, casi esclavizándolo, a los besos ardientes de su morenita, quien a hurtadillas de su mama lo premiaba con el aliento fresco de su boca cada vez que le ganaba una mano de cartas. Él se daba cuenta de su picardía al dejarlo ganar, amarrándolo así a sus encantos.
II
Aquel día bregamos duro. Desde temprana horas ofrecíamos los servicios de limpieza y ornamentación de las olvidadas tumbas cuyas superficies mohosas estaban catapultadas entre el mogote de Ñaragato, Ringui ringui, Escoba amarga, y las infaltables macollas de Gamelote que crecían vertiginosamente en aquella selva que ahogaba las lápidas de los fieles difuntos.
Ya para el mediodía, la cuadrilla de chamacos habíamos convertido aquella jungla en un verdadero Huerto del Señor, un campo santo digno para el descanso eterno o el fin de nuestra jornada. La gente contenta pagaba sin regodeos a fin de que sus parientes pudiesen celebrar el día de los difuntos a toda pompa. Un bolívar por limpiar a escardilla alrededor de la tumba, dos bolívares más por esparcirle una carretilla de arena cernida. Un bolívar, con un real, por una mano de pintura blanca sobre la vieja y mohosa pintura del año anterior, además de pintarle la cruz y repintarle el nombre del difunto y la fecha del deceso, a punta de pincel con pintura de sapolin color negro.
Al ocaso, el sol brillaba sobre el camposanto emergiendo de las tumbas un aura brilloso, reflejo de la faena del día. Todo el mundo estaba contento, los deudos felices de haber cumplido una vez más con sus fieles difuntos; y nosotros, aun, más contentos por las remuneraciones recibidas por nuestro trabajo. Al fondo del camposanto los gritos y voceríos de la muchachada, contando el dinero ganado por la jornada de trabajo, se entremezclaban con el canto lúgubre de dos cuervos que se acicalaban sobre una rama de paraíso.
III
Dieron las seis y media de la tarde cuando pase nuevamente por casa de la suegra de mi amigo y en ese momento recordó que debía marcharse.
— ¡La camionetica! —gritó
Se levantó como puyao por una garrocha y salimos a todo pedal hacia la parada. Cuando llegamos ya había emprendido la marcha y por más que pedaleamos y clamamos a todo pulmón para que se detuviera, la vimos cruzar esquina abajo dejando una espesa humareda. Y así perdió la última camionetica, el trasporte, que lo trasladaría a su morada.
Exhaustos y jadeantes por el recorrido, regresamos lentamente a la vieja casa, de su suegra, mientras la noche avanzaba rápidamente.
—Te quedas aquí —le dijo.
Contrariado y sin otra salida, acepto la invitación. Ambos pasamos a la sala y de inmediato comenzamos a jugar una partida de carga la burra con su novia María, mientras la señora empaquetaba unas cosas en un viejo periódico. Al rato la vimos partir buscando la senda del cementerio, en el pueblo se le conocía por su fervor hacia los difuntos, y a mi aquella devoción a los muertos no me gustaba para nada, me ponía los pelos de punta. Ella tenía fama de atreverse a visitar los camposantos en las noches y prenderles velas a las ánimas de los difuntos y cuando la increpaban por el hecho, se defendía diciendo que lo hacía por bien al prójimo.
Yo le previne a mi amigo y le note el temor en su mirada pero ya no había retruque. Hecho el tonto agarre mi bicicleta y de un jalón me fui para mi casa, y mi amigo a petición de su negrita se aventuró a quedarse y así su alma quedo atrapada en un laberinto tenebroso, cuyo epicentro era la sala y las inmensas paredes un espejismo de muebles viejos y desgastados.
IV
Le costó conciliar el sueño en aquel ambiente impregnado de aleteos de murciélagos y la figura inquietante de la gata Beatriz tras los pasos de los ratones. No supo qué hora era cuando pego los ojos, y tampoco cuando sintió como si estuviera girando en un remolino, y de pronto despertó al sentir una presencia hacia su cabeza. Lentamente giró sobre el colchón, y allí estaba ella en medio de una neblina espesa; una figura fantasmal de largos cabellos, que discurrían sobre su espalda blanca y desnuda, hasta tocar sus glúteos.
Sintió acercársele, y a medida que avanzaba en medio de la bruma, su corazón se aceleraba y la zozobra se adueñaba de sus emociones; no supo cómo lo hizo pero allí en medio del desasosiego busco mirarle el rostro, pero por alguna razón esta esquivaba su mirada. Instintivamente mi amigo hizo frente al espectro femenino, expulsando de su pecho varias bocanadas de aire, que dispersaron las brumas de aquella mujer blanca de pelo negro.
Ahora el silencio, la incertidumbre y la oscuridad reinaban en su psiquis. ¡De pronto!…
¡Clan! ¡clan! ¡clan!…..sonaron las doce campanadas del viejo reloj de la iglesia.
Era la medianoche y el nerviosismo afloro en su mente imágenes abstractas que se le acercaban atemorizándolo, y en ese preciso momento se sobresaltó al escuchar desde el cuarto aledaño, una voz burlona que dijo:
—¡Aquel, como que lo asustaron!
Reconoció de inmediato el tono de su suegra. Ahora se preguntaba el cómo y cuándo había regresado.
Mientras el ambiente tenebroso y tétrico desaparecía, los chirridos de grillos y los movimientos de los pequeños roedores lo alarmaban a cada momento. Las horas transcurrieron con lentitud y el temor lo mantuvo en vilo hasta el amanecer. El alba lo sorprendió, escabulléndose en silencio sin despedirse de su amada morenita, y desde aquel día lleva un dolor en el pecho, y no ha vuelto más a esa vieja casona.
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