El pequeño Zimo sentado en la acera jugueteaba incesantemente con el celular, a sus escasos diez años, muy precoz para sus aventuras y desventuras, ya pertenecía al mundillo de la calle. El y los nueve párvulos que le seguían se adueñaron de la esquina pretendiendo ser hombres apenas soltando la teta. Estos mocosos, que deberían de estar aprendiendo las operaciones básicas de matemáticas, que deberían de estar conociendo la historia local y la biografía del libertador. Estaban Allí mascando chimo, fumando cigarrillos y hablando de mujeres, mientras veían videos y fotos impúdicas en el celular de última generación.
Las virutas provenientes de sus bocanadas de humo se dispersaban como humaredas de fogón, impregnando el aire de olor a tabaco.
—Bueno el condenado —mascullo Zimo.
Luego lanzó un escupitajo al suelo, rozando los zapatos de Luis “Palo flaco”, quien brinco evadiendo las salpicaduras del líquido, espeso y marrón. Saboreaba un tabaco de los buenos, de veinte Bolívares. A él, como jefe, le correspondía el privilegio de fumar tabaco, el resto fumaba cigarrillos de cualquier marca y preferencia.
—Pá echarle una probadita —le rogo Frank “cabeza é loco”.
Aquella voz que lo encrispaba y molestaba, lo saco un poco de quicio. Lo miro de reojo, arqueando una ceja. Torció la boca en señal de desagrado. Nunca le había gustado aquel chiquillo de sonrisa esdientada y de ñapa con caries. Imagino su tabaco enmarcado entre aquellos dientes y el cuerpo se le espeluco, dejándole una sensación maluca.
—Humea tus cigarros —le susurró entre dientes.
Enseguida sacudió la cabeza para olvidarse del asunto y su mirada se concentró en la foto de una linda mulata dotada de hermosos atributos. Los chamos pertenecían a la cuarta generación, de aquellos hombres y mujeres que se quedaron en el pueblo, cuando exploto el boom petrolero, sin saberlo sembraron lentamente las semillas, multiplicándose de generación en generación, vivificando al lugar, que ahora le correspondía luchar por otras cosas. Aquellos días de los bisabuelos de Zimo pasaron al olvido. El tiempo cambió demasiado rápido, y el viejo terruño no escapó de la expansión arrolladora de las vanidades que aparecían a cada momento. Ahora muchas familias no se enfrentaban a la pobreza, a la desidia y la soledad, ahora se enfrentaban al mal uso de las herramientas tecnologías, a los vicios y al pasado que muchas veces regresaba violentamente a saldar viejas cuentas que no se habían pagado.
Dos semanas después, Josefina, su madre, cansada de aplicar todas las estrategias recetadas y no recetadas por los sicólogos, estaba tocando fondo tratando de corregirlo.
—La culpa la tienen el condenado internet y las nuevas leyes que los desorientan dándole tanta libertad, a malaya los viejos tiempo —se quejaba mientras terminaba de preparar el almuerzo.
En la sala, el gato maulló dando contorciones en el aire, al recibir una descarga eléctrica. Con los pelos de punta salió disparado buscando la puerta de la cocina. Zimo riendo a placer de su aventura, recogía el cable y lo desenchufaba. Su madre lo miró con recelo, no lloro esta vez y tampoco lo castigo. Aquel mediodía hecho mano de su última carta, herencia de la tatarabuela, quien le quitaba mañas y malcriadeces a los muchachos más rebeldes, desde bañándolos con orine, hasta ofreciéndoselo al mismo Belcebú. El reloj de pared marcaba el filo del mediodía cuando, exasperada, le gritó.
—¡Muchacho del demonio, mira que el diablo está detrás de la puerta!
—¿Quién dijo eso? —Le respondió el chico.
Un cosquilleo le recorrió las piernas, pero más pudo su voluntad que el miedo. Si algún temor guardaba en su mente, provenían de aquellos cuentos de brujas, sayonas, muertos y aparecidos que su madre le contaba para que no saliera en las noches. Recordó el video juego “Agarra por la cola al diablo y aduéñate de las calles. «De ser cierto», pensó, lo atrapare con los trucos del juego. El tono de voz y la expresión en la cara de su madre lo envolvió entre confusos pensamientos.
—¡Si allí esta todos los mediodía! Exclamo, para llevarse a los muchachos, groseros y malos.
Empezaron a sonar las doce campanadas del reloj de la iglesia del pueblo.
—Hablando del rey de roma y el que se asoma, dijo la madre al ver descompuesto el rostro de su hijo.
Un silencio siniestro los rodeó. El aire limpio y fresco, enrareció de pronto y se convirtió en un vaho hipnótico. Ella se acordó que el diablo tienta, a los mediodías porque según las historias bíblicas a esa hora Caín mato a su hermano Abel. De pronto, una imagen se apodero de su mente y en centésimas de segundos se le proyectó en la neblina espesa y fría del subconsciente.
Allí recordó a su tatarabuela invocar al demonio un mediodía, en agria discusión con su hijo Martín, la oveja negra que nunca quiso entrar al redil. « ¡Ojala te lleve el diablo!», le soltó las palabras heredadas de generación en generación. Rojito se apareció saltando y aplaudiendo en medio de la sala diciendo, «es mío, es mío». Josefina nunca supo si fue cierto lo del diablo danzando y saltando. Pero si fue cierto que tres días después el muchacho moría ahogado en las profundas, y oscuras, aguas del pozo de las titiaras. Las corrientes traicioneras lo atraparon aquel mediodía hundiéndolo hasta el fondo del pozo sin fin. El remolino misterioso cobraba una vida más.
En su rabia por jugar con su suerte, la madre enloquecida de dolor arrojo un machete en cruz al pozo conjurando al diablo y retándolo a pelear bajo la sombra de la oscuridad de la media noche del día fatal. No se apareció Belcebú, pero al día siguiente la gente del pueblo notó con asombro que había comenzado a mermar la profundidad del pozo. Lentamente se fue rellenando y al cabo de siete días solo era una playa de arena.
La voz de la anciana le recordó en la lejanía: «pase lo que pase cuida que no saquen la cruz de machete del arenal».
Con la última campanada del medio día la puerta rechinó. Cuatro ojos abrieron sus pupilas al máximo. Las palabras de la anciana golpeaban su mente, «no saques la cruz del arenal no la saques, no permitas que la saquen». Quiso tomar a su hijo de la mano y echarle la bendición, pero no le dio tiempo de sujetarlo, fue muy tarde cuando dio en cuenta que había caído en tentación al igual que su tatarabuela.
El muchacho, rebelde al fin. Salió al encuentro del diablo. Y en efecto lo encontró. Lo miro de arriba abajo, no tenía cola ni cuernos, y ventilaba sus orejas puntiagudas. Sin mostrar temor alguno le dijo:
—¡Usted es mío!
—¿Qué, cómo, cuándo, dónde? —Contesto el diablo sorprendido— Caramba como los tiempos pasan.
Inmediatamente metió sus manitas en el bolsillo y saco un DVD con el video juego y se lo mostro, diciéndole.
—Aquí te tengo grabado, agarrado por la cola. —y dijo con malicia— Por eso es que no la tienes.
Rojito miro el disco y en milésimas de segundos escaneo el video juego y en efecto vio cuando un niño le cortaba el rabo y lo mostraba a sus compañeros como trofeo, era el rey de las calles. De súbito arrojó una impresionante carcajada, dio dos pasos y salió detrás de la puerta, mostrándole su reluciente cola, que desenvainaba instantáneamente.
—Jajaja jaa ja, es solo un juego mírala donde está, mírala como se mueve.
Quiso al fin impresionar al muchacho y que el miedo dominara su voluntad. Pero que va, como un lince salto Zimo y lo agarro por el rabo, el cual apoyo sobre el hombro. Rojito con los ojos desorbitados por la sorpresa, estiraba el cuerpo y los brazos hacia adelante buscando equilibrio. Iba en retroceso apoyado en los talones que humeaban al roce del suelo. Al rey de las tinieblas le brillaban los ojos, casi se le salían de las cavidades, además brincaba, halaba y se retorcía sin éxito alguno.
—Es maldad que patalees que estas en los hombros de Zimo.
Había dos cosas contra las cuales el diablo no podía imponer su maldad, una era la fuerza de voluntad y la otra la edad de la inocencia. Y sin tener conciencia de ello, Zimo contaba con las dos. El maligno recordó aplicar aquello de “más sabe diablo por viejo, que por diablo”. Tardo más de media horas tratando de persuadir al niño, de cambiar su libertad por nintendo, bicicletas juguetes, etc. Pero que va el chico lo quería a su servicio y mostrárselo a sus amigos. El cornudo, aplicó un nuevo plan. Comenzó a correr a velocidad vertiginosa por el jardín de la casa, y mientras más duro corría, Zimo más se aferraba a la extremidad. Exhausto se detuvo y .sin perder tiempo comenzó a botar llamaradas de candela por la boca, por la nariz y ojos. Ahora era el chicuelo quien reía a carcajadas. Saco un tabaco del bolsillo e irreverentemente le pidió encenderlo.
—Me das lumbre Lucy, inventa otra que esta no me asusta.
Enseguida el maquiavélico comenzó a crecer y crecer, sus piernas delgadas y flacas se estiraban como goma de chicles y las rodillas sobrepasan las líneas de cables de la luz de las calles. Ya se estaba liberando del pequeñuelo cuando le oyó decir: «agáchate que ahí viene el cura». Ignorando los acontecimientos a varias cuadras el párroco caminaba con su cruz en la mano. El cachuo no quiso que se armara una sampablera, «más sabe diablo por viejo que por diablo», dijo y se agacho y enseguida sintió que se le encaramaron en la espalda, y le empuñaron las orejas. Ahora corcoveaba como potro salvaje, tratando de quitárselo, y él se aferraba a su cuello con más fuerza. Los brincos y bufidos se multiplicaban, resoplando además fuego y azufre por las narices. De nada le valió sacar sus relucientes cuernos el símbolo del mal, Zimo los agarró y le gritó al oído.
—Hay que tomar la vida por los cachos. ¡Como la nueva Dodge RAM! —le dijo taloneando sus costados.
De pronto, el demonio sintió una energía que lo doblegaba, y una voz que le decía: «esta vez no triunfaras». Inmediato sintió que se multiplicó el peso diezmando sus energías, y entre espolones, brincos y relinchos, cayó al suelo de bruces. Zimo también cayó dando vueltas sobre el suelo, quedando acostado, inconsciente, sobre las matas de margaritas.
De nuevo todo quedo en silencio y el aire enrarecido se fue despejando, el vaho hipnótico discurría entre las ventanas llevando consigo el olor de azufre. Lucifer se convirtió en un pájaro de plumaje exótico y multicolor. Abrió el pico y dijo:
—si me ven hermoso me querrán tener, si me ven feo y gris nadie me querrá, estoy en el mundo del deseo y las vanidades.
Luego alzo el vuelo y se posó sobre las ramas de un mango. Allí pensó, “caray, como la televisión, el internet y las nuevas tecnologías han degradado mi imagen que ya los muchachos no me tiene miedo, tendré que evolucionar o alguien creara un nuevo demonio para estas nuevas generaciones”. Derrotado solo le esperaba la llegada de las tres de la tarde, cuando se reabría nuevamente el portal y así escabullirse por detrás de la puerta, a sus aposentos.
Intrigado por lo que le había sucedido regreso el tiempo y pudo observar que el reloj de pared marcaba con exactitud las doce del mediodía. Luego cruzo la vista y allí estaba la mama de Zimo orando con la biblia en una mano y con la otra regando agua bendita, más allá estaba el ánima de la tatarabuela y con ella estaba Martín. La recordó cuando se decidió a morir por que sí, siete días después de enterrar a su hijo. Su alma no espero ni por el velatorio de su cuerpo. A escasos segundos de morir, ya estaba en las puertas de las tinieblas gritándole: «yo no me reventé las entrañas pariendo a mi muchacho para que se fritara en aceite azufrado por la eternidad. Así que si no quieres enfrentarte al dolor que siente una madre al parir un hijo, es mejor que me entregues su alma. Ya yo estoy pagando por mi error».
—¿Cómo enfrentar el dolor de una madre arrepentida? ¡Ahí si no me meto yo!
Ese día el pasado se confabulo con el presente, y aquella mañana la tatarabuela se fue a pelear con el diablo. Encuentro que le negó aquella tarde fatal cuando las aguas tenebrosas del pozo de las titiaras le arranco la vida a su hijo Martín.
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